El presente pulverizado
Lo terrible de Saló no son las imágenes violentas que nos presenta sino la incapacidad de los jóvenes para rebelarse: ¿por qué no se rebelan? Esta incapacidad acaso no radica en la rebelión ante un otro verdugo sino en la rebelión contra su propio goce. Esto es lo que Pasoloni pudo oler en su tiempo y lo que en buena medida representó. Lo que Camus había publicado en el año 1951 en Francia bajo el título de El hombre rebelde, Pasolini lo había derrumbado en el 75. Ese hombre rebelde ya no existe.
El analista fílmico Aarón Rodríguez Serrano, en uno de sus videos de YouTube se pregunta por qué alguien como Pasolini que había pensado y dirigido la Trilogía de la vida da un vuelco en un momento de su vida y decide pensar Saló. Es una pregunta cuantimás pertinente y es una pregunta que de entrada nos da las herramientas para pensar Saló. He querido encontrar respuestas en sus Cartas Luteranas. En uno de sus artículos titulado Los jóvenes infelices se presencia la posible aflicción que lo llevó a dirigir Saló.
Pasolini no habla como padre sino desde el lugar del Padre, cosa diferente. El padre culpable, el padre condenado. El padre, en definitiva, puesto en cuestión. Pero también un padre retrospectivo: con un saber que peligra de ser reaccionario pero que no teme decir lo que piensa. No teme ser juzgado. Primero la condena, luego aceptación de la condena. Y ciertamente se corre el peligro de ser juzgado cuando uno se posiciona desde un lugar no aceptado por los otros, no correspondido: esto es, ocupar el lugar del Padre sin serlo en la realidad. Nada grave por lo demás. Queda esto anulado cuando se recaba que muchos aun teniendo hijos no ocupan este lugar. Encarnando el director la figura del Padre reacciona ante la inexistencia de un deseo por parte de los jóvenes. Al principio nos alerta que ha procurado comprender o fingir no comprender: le da igual. Tomar en cuenta las excepciones. Mantenerse al margen. Todo ha sido inútil. Desafía las excepciones en tanto desafía el campo anecdótico. No puede alguien atreverse a pensar, mucho menos atreverse a decir algo si contempla cada una de las anécdotas que llegan a sus oídos. Lo anecdótico castra el pensamiento, lo priva, le corta las alas.
Los jóvenes infelices es un texto contra los jóvenes. En contra de su aspecto físico. Sus semblantes. Sus melenas. Sus posturas. Sus risotadas que no risas. Se queja del olvido de la sonrisa. No sonríen, sueltan risotadas. Sus miradas huyen, carecen de valor, acaso de la capacidad de hablar. Y por eso Saló. Esos jóvenes están allí, vilipendiados, desbastados, humillados y sin poder hacer nada más que comer mierda. La mierda que los otros le han dejado y que no saben qué hacer con ella. Y efectivamente uno pudiera pensar que los establos de Augías se han vuelto a colmar; y que ahora no hay quien los limpie. Heracles ha muerto: ¿quién limpiará de nuevo los establos? Falta la sacerdotisa, falta el deseo para ello. Pues fue la sibila délfica quien le encargara a Heracles los doce trabajos.
En sus cartas luteranas Pasolini presenta una doble faceta. Vemos un hombre desgastado por la atmósfera de su tiempo y al mismo tiempo vemos un ideal salvífico en torno a la educación. Se preocupa sobre todo por el estilo, por la aptitud, casi pudiéramos decir por la compostura del otro. Y es curioso porque en el ámbito educacional poco se habla de la preocupación por la compostura. La manifestación del ideal se puede ver, no sé si antes o después de su tratadillo pedagógico, como él lo llama, en su escrito titulado Abjuración de la Trilogía de la vida. Pasolini está luchando contra un imposible. Y es que como psicoanalista en formación sé muy bien que hay profesiones imposibles: una de ellas es precisamente la de educar. El director se encuentra con esta barrera y ¿qué hace? Termina repudiando los cuerpos, los órganos sexuales. No todos, nos dice. Esos cuerpos, esos órganos sexuales que encuentra inhabilitados para afrontar lo simbólico, mucho menos lo Real. Sanciona a los jóvenes el no saber hacer nada con lo simbólico, estar metidos en el mar angosto de lo imaginario. Y su vía de escape fue Saló. En su Adjuración de la Trilogía de la vida nos dice:
«Pues yo mismo me estoy adaptando a la degradación y estoy aceptando lo inaceptable. Maniobro para reordenar mi vida. Estoy olvidando cómo eran antes las cosas. Los amados rostros de ayer empiezan a amarillear. Ante mí —implacable, sin alternativas— el presente. Y readapto mi compromiso para una mayor inteligibilidad (¿Saló?).»
Busca entonces una mayor inteligibilidad por medio de Saló. Un medio para comprender aquello que en lo que nos hemos convertido. Y el hecho de que hoy nos escandalicemos con Saló da cuenta de la poca capacidad de leernos a nosotros mismos, ya no sólo como sujetos sino como sociedad. Cuando nos muestran una verdad que puede muy bien dirigirse a nosotros: casi en forma de imperativo: ¡Mirad en lo que nos hemos convertido!, nos horrorizamos. Pero veamos a fondo y percibiremos que acaso lo que se ve en Saló no son más que las páginas de nuestros diarios. Estamos comiendo mierda. Tal es moraleja de Saló.
Por qué entonces no se rebelan los jóvenes de Saló. Muchos llegarán a discernir que ante eso la muerte es la mejor opción. La Ascensión de la dignidad. Pero el problema es que allí no hay vida. Luego de la Trilogía de la vida, la muerte. Saló no es una trilogía sino el film de la muerte. La muerte de lo simbólico. El asesinato del lenguaje. Efectivamente para rebelarse se ha de estar vivo. No se puede rebelar aquel que está muerto.